Contra la constancia

Ahora que estoy aprendiendo más mitología clásica que la que debería haber aprendido hace algunos años cuando me examiné de ella, no me quito de la cabeza una imagen: la de Sísifo condenado a portar consigo una piedra mientras sube a la cima de la montaña, cima que nunca alcanzaría puesto que la piedra volvería a caer. 

Sísifo (Tiziano)

Me recuerda a otra, más actual, a medio camino entre el mito y el logo: un hombre empuja una piedra escaleras arriba y se para, a mitad de camino, fatigado, sin fuerzas, sin ganas, dudando durante unos segundos de que el esfuerzo esté mereciendo la pena. Es en ese momento en el que, gracias a su constancia, continúa sacando fuerzas de donde no las hay y completa el recorrido, llevando la piedra a lo más alto de la escalera y creyendo que ya no estará condenado a seguir subiendo. 

Poner fin a la constancia

Quizá no tenga que volver atrás, quizá la piedra no vuelva a caer pero Sísifo no muestra ni un ápice de envidia por nuestro hombre. La piedra del nuestro se vuelve más grande y más pesada y, las escaleras, en lugar de terminar, vuelven a comenzar creando una nueva meta más arriba. 

Pero los que observamos desde abajo, aún sin haber puesto pie alguno en un escalón, solo recibimos enseñanzas sobre la importancia de haber alcanzado el escalón intermedio, una meta intermedia entre la nada y el todo, a través, sobre todo, de la constancia, una figura que de extraordinario desarrollo en los últimos siglos pero de escaso desarrollo previo. La constancia guía cada recomendación y se impone ante la falta de voluntad: "la constancia es la virtud por la cual todas las otras virtudes dan fruto" (atribuida a Arturo Graf); "la constancia es la capacidad de llegar al final cuando la vida te quiere separar del camino" (atribución que hago a cualquier libro de autoayuda). 

Todos los que observaban a nuestro Sísifo comienzan a subir la escalera -piedra en mano-, cada uno con un objetivo muy diferente a alcanzar: un trabajo estable, un piso en Malasaña, unas vacaciones de lujo... Los objetivos son diferentes pero la piedra suele ser muy similar: la precariedad -en el mejor de los casos-, la pobreza, el peso de creerse de clase media y tener que mantener las apariencias de ello, las facturas de la luz, el agua, el gas, el aburrimiento de un trabajo poco estimulante y la falta de tiempo libre donde el ocio tenga un lugar predominante. También acompañan a la piedra, incluso la rodean, la vergüenza, el hambre, la sed y la duda. 

Estoy observando, desde abajo, cómo uno a uno ascienden todos mis compañeros por la escalera del sufrimiento sin dudar de que, con una buena dosis de constancia, llegarán a esa meta y totalmente convencidos de que, después de la meta, no habrá otra escalera que tomar. Y es en este preciso momento en el que veo cada pie ascender un escalón más en el que pienso: si la piedra es la misma, ¿por qué no la llevamos entre todos?; o, mejor, ¿y por qué no destrozamos directamente esa piedra pesada?; o yendo un poco más allá, ¿por qué no dinamitamos la escalera?  

Soy hija de mi tiempo y de mis circunstancias y aunque a veces me encantaría poder cambiarlas, tampoco sé si las que me van a rodear después son mejores. Así que, durante unos minutos más, y mirando la gran piedra que me acompaña y las escaleras que cada vez crecen más -ya no sé si es imaginación o realidad y que, a cada paso de un compañero, crece un escalón- decido cambiar de pensamiento: "es la constancia con lo que tengo que terminar". 

El esfuerzo y la autoridad

No podemos hablar de terminar con la constancia sin antes hablar de terminar con una idea que precede a la misma: el esfuerzo y que justifica a la misma: la autoridad. 

Sin esfuerzo no hay constancia y, no tiene por qué haber de lo uno, ni de lo otro. Y sin autoridad, no hay motivo final por el que ser constante en la consecución de un objetivo (ya sea una autoridad propia o ajena, intrínseca o extrínseca) 

Cuando hablamos de aprender del enemigo o, incluso, aprender del malo "porque si llegó a malo tuvo que ser listo", solemos hacer referencia a los grandes dictadores de nuestra Historia occidental. Nos sabemos de memoria el ascenso de Hitler al poder, la fragilidad de la Democracia, sabemos cómo funcionaba la dictadura franquista y la forma de eludir al censor durante el tardofranquismo -gracias a conocer su funcionamiento y su limitada capacidad de comprender entre líneas-... Pero nos hemos olvidado de estudiar de una forma igualmente pormenorizada a nuestra todopoderosa Biblia. Está tan enraizada en nuestra base cultural que no sabemos diferenciar qué parte de ella hemos elegido como fuente de nuestra moralidad y qué parte de ella nos ha elegido a nosotros. 

En Mateo, 7, encontramos todo un pasaje que podría pertenecer a cualquier oficina de atención al público en horario ininterrumpido y bajo salario. La constancia, el sufrimiento, la obediencia ciega o la promesa de un final dichoso se entrelazan en unos versículos que hoy nos dotan de gran parte de nuestro ideario cultural (recordemos aquello de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio). 

Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. Porque estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan (Mateo, 7: 13-14). 

Y aconteció que cuando Jesús terminó estas palabras, la multitud se admiraba de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. (Mateo 7: 28-29)

Cuatro versículos que demuestran que la cultura del esfuerzo que viene, además, de quien enseña como quien tiene autoridad, no es más que una idea que se ha ido reforzando a lo largo de los años y que siempre, incluso en los últimos años donde el esfuerzo se ha multiplicado, nos sigue pesando como si estuviéramos condenados a creer, de forma eterna e innata, que nunca hacemos lo suficiente. Y lo creemos, por si fuera poco además, de alguien que habla como quien tiene autoridad y no de alguien que habla con autoridad [puesto que la autoridad, de nuevo, es una creación propia o ajena, impuesta para la obediencia]. 

Ser persistente

Llegados a este punto, corro el doble riesgo de alargar esto de forma eterna y de, además, dejarlo en un punto pesimista donde nada se puede hacer ya más que mantenernos al margen de los convencionalismos o acatarlos de forma incuestionable. No quiero dejar al lector ante la disyuntiva de "no hacer nada por no poder" y de "no hacer nada por no querer", siendo precisamente esta idea la que ha permitido que los convencionalismos más contrarios a la justicia social se impongan. 

El "no hacer" nunca es una solución. Abolir, olvidar, superar la constancia y el esfuerzo debe llevar consigo, y de forma necesaria, el impulso de otra idea como su sucesora -o más bien como su sustituta-. Una idea revolucionaria y necesaria que mantenga el movimiento. 

Si la constancia hace referencia expresa al camino, a mantenerse en el camino sin importar lo que este suponga, incluidas las penosidades y el sufrimiento, puede que la constancia no sea, a fin de cuentas, esa virtud de la que tanto se habla. 

Buscando una sustitución a la constancia he considerado, en primer lugar, reemplazarla por la coherencia. La coherencia no se disputa en el terreno del camino en sí, sino en el de las ideas: mantiene a una persona en el camino siempre y cuando éste se adapte a las ideas en las que se reconoce, pudiendo incluso salirse del camino y encontrando otro diferente si el que había tomado no es coherente con sus ideales. 

Pero esta coherencia tiene un problema de base: la falta de conocimiento de una persona sobre ella misma y la falta, también, de conciencia. La falta, incluso si me apuran, de comprensión de lo que le rodea o de las condiciones que le han llevado a tomar un camino concreto. La coherencia necesita de un contexto de reflexión con el que no contamos hoy. 

Por eso he terminado por considerar que es quizá otro concepto, no situado ni en el camino, ni en las ideas, por el que me inclino más (y puede que ya no me incline mañana, pero este concepto también protege este cambio constante): la persistenciaLejos de toda creencia, la constancia y la persistencia ni son sinónimos ni se sitúan en torno al mismo concepto: la constancia lo hace sobre un camino, que no puede cambiarse, que no debe abandonarse; la persistencia lo hace sobre un objetivo final, que no es sino una idea hacia la que ir (lo que permite en este punto su coexistencia con la coherencia) y que, además, puede modificarse, desaparecer o renovarse, mientras, además, permite un avance continuo (aunque no necesariamente lineal) donde el sufrimiento no tiene cabida. 

Entrar como Mateo se encarga de recomendar, a través de una puerta estrecha a un camino angosto de sufrimiento, no significa tener que permanecer en el mismo. La constancia no debe servir de justificación a la injusticia, y mucho menos al proceder de un avance resignado, sino al contrario, debería ser un aliciente para el cambio de camino hacia uno más agradable, amable y repleto de ternura. Una ternura revolucionaria. 

Dejo en este punto a la vida su constancia y, a la mía, mis razones (que nunca es una y nunca es la misma). 

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