Escribo con prisa sobre la reflexión y la ternura

El ritual del café

Me encanta el ritual del café por la mañana. Abrir la cafetera italiana -aún con restos del café del día anterior-, preparar la medida exacta -sin apelmazarlo, pero sin dejar mucho espacio- y, cómo no, ponerlo al fuego -y sí, digo fuego, porque en mi recuerdo aún resuena la cocina de gas del último piso de alquiler en La Elipa, donde primero el gas sonaba, después el encendedor iniciaba la llama y, finalmente, el fuego prendía-.

Ilustración de Ana Jaren

Aún envuelta en una manta gris, que me había acompañado en ese ritual, iba despojándome de ella. Me acercaba a la pared lateral de la casa, coincidente con el salón de la vecina, para aprovecharme del calor que desprendían las tuberías. Ella sí encendía la calefacción. Recuerdo un día -y prometo no desviarme mucho de la historia- que vino a preguntar cómo gastábamos tan poco en calefacción. "No la ponemos". Ella era una mujer soltera por elección y jubilada de la antigua Telefónica. Cocinaba a ritmo pausado y limpiaba el rellano cada día. Cuando yo salía de casa, la escuchaba abrir su mirilla. La vida contemplativa con la que yo soñaba pero que, en mi caso, se limitaba al corto ritual de la mañana.

Sartre se me quedó corto

Creo que cualquier teoría existente se adapta al individuo cuando le das a la teoría el enfoque que precisa. Leí a Sartre y a Beauvoir y fantaseé ya no con formar parte de sus vidas o actuar como si fuera parte de sus vidas, sino que quise ser en sus vidas. Nada más sencillo: sumergirte durante días en una teoría filosófica hace que la comprendas, la integres, la asumas. A veces hace que, incluso, te quieras desvincular de ella -lo que en parte implica ya un cierto acercamiento difícil de reconocer en muchas ocasiones-. [Alejarse del machismo, por ejemplo, presupone un acercamiento previo al mismo, algo que todos deberíamos asumir dada la sociedad en la que vivimos].

Cuando Sartre se quedó corto y Beauvoir se me antojó lejana, decidí sumergirme en todo aquello en lo que no creía: las teorías queer. Reconozco que aquí abro un melón gigantesco, más incluso que los que ofrecen los vendedores ambulantes en sus furgonetas blancas cuando paran en cualquier esquina de cualquier población en plena época estival. Un melón que dejaré aquí abierto y que prometo tratar otro día -dentro de no mucho-. Aquí quiero, sin embargo, limitarme a la actividad reflexiva, que es precisamente la que permite que te comas ese melón masticándolo, disfrutándolo y siendo capaz de diferenciarlo, por ejemplo, de una sandía. 

Marx, limitado

Mi formación marxista, y la realidad material que me rodeaba, había hecho que limitase el análisis de las circunstancias que rodean al ser a su relación con los medios de producción y con la capacidad económica que posee. Leer en profundidad y con detenimiento a los autores del materialismo histórico me hizo creer -en exclusiva- que la limitación material es el principal problema en el desarrollo pleno del ser. Lo que a mí me separaba de Beauvoir, por tanto, además de los años y de la capacidad de escritura y pensamiento, era mi realidad económica. Teorizar se antojaba imposible con un trabajo de diez horas diarias y una vida -la propia- por mantener.

En un proceso de reflexión profundo -que me ha llevado meses- he podido observar cómo mi comparación -establecida con respecto a quienes tienen privilegios sobre mí- se quedaba ciertamente limitada. Abrir el enfoque supuso ver que, en otros planos, la comparación la podía realizar sobre quienes yo ostentaba los privilegios. Y los míos, sin ser económicos, se localizaban en otros ámbitos. Insisto que no es objeto de este texto el analizar hasta qué punto he sido consciente de que la realidad no-material también es motor de cambio por ser, principalmente, ámbito de disputa de derechos y que, además, mi nula capacidad de ser consciente de ello se debió a limitaciones relacionadas con la dificultad de apreciar como propios privilegios que hasta un punto de inflexión siempre resultan ajenos. 

El hacer-construir ser

El punto, y bien gordo, es la reflexión. Ha sido la posibilidad de reflexión y la curiosidad que llevo por bandera la que me han hecho replantearme mis propias teorías, pulirlas, sustituirlas, destrozarlas y, sin duda, materializarlas. Como el café recién hecho por las mañanas, no quiero solo poder prepararlo, quiero ofrecerlo, tomarlo y saborearlo. 

Al principio de este texto hablaba del café, del ritual, pero no me lo he tomado. Si vuelves ahí arriba he salido de casa, corriendo, la vecina ha mirado por la mirilla en un proceso de vida contemplativa al que he dicho aspirar -sin duda más por envidia del tiempo que se le presupone al que contempla que por un deseo real-. Pero cómo puede llamarse rito a un proceso de hacer y ser que no trasciende al de la actuación, al del hacer. Ese es el punto al que llegar -siempre- después de un proceso de reflexión. 

La reflexión solo desde la ternura

La reflexión es complicada, precisa de tiempo -y el tiempo es limitado-. Precisa también de condiciones materiales cómodas -por mucha reflexión que haga no veo la forma de sacarlas de la ecuación-. Pero exige también entendimiento, empatía, ternura y vida exterior -porque uno es en relación con lo que otros son; qué es, si no, el ser propio sin su gregario ser común-. 

[Y de todo esto, lo que más me gusta: la ternura; por no implicar un análisis con respecto al otro desde posiciones de diferencia, sino de igualdad]

Yo escribo estas líneas con rabia: ahora me iré a trabajar, después estudiaré, pondré alguna lavadora, comeré una ensalada de súper ya lista para consumir y el tiempo que he destinado a escribir esto me ha obligado a prepararme un café soluble, dejando de lado mi ritual favorito. Pero escribo esto también con la rebeldía de quien asume sus propias limitaciones y pretende reivindicar algo que puede -pero no debe- caer en el olvido: la capacidad de establecer un proceso reflexivo que mire menos a lo propio y más a lo ajeno -en cuanto a propio también-. 

La ternura -a veces tela que acuna, a veces aguijón que duele y escuece- tiene que ser compañera de vida; la reflexión -siempre complicada y siempre postergable- debe ser urgente; y materializar todo esto en una lucha tangible es -sin duda- lo más importante. 

Tengo prisa, ya me voy (y ya volveré).

Comentarios

  1. :Nos encanta cuando creas un rato para compartir. Y ya sabemos lo dificil que es

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